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Seguro que conoces el personaje de Mary Poppins. Es probable que lo asocies a la película. Aunque quizás no sepas que, para esa producción, Walt Disney se basó en las novelas de Pamela Lyndon Travers, una autora de fuerte carácter, profundamente interesada en los mitos, los arquetipos y la dimensión simbólica de los relatos infantiles. Travers escribió el primer libro de Mary Poppins en 1934, y le siguieron varias entregas más a lo largo de su vida.

La Mary Poppins literaria dista bastante del personaje dulce y cantarín que popularizó Disney. Es todavía más severa, más enigmática y menos complaciente. Su magia es más inquietante que espectacular. La autora nunca acabó de aceptar la versión cinematográfica, que consideraba demasiado edulcorada y alejada del espíritu original de su creación.

El personaje de la institutriz mágica forma parte de un imaginario cultural británico muy asentado, especialmente en la literatura infantil del siglo XIX y principios del XX. Basta recordar a Nanny McPhee, interpretada por Emma Thompson, otra niñera con poderes extraordinarios que llega para poner orden, transformar vínculos y desaparecer cuando ya no se la necesita. La historiadora María Tausiet, en un libro muy recomendable, ha explorado esta figura desde lo que llama “la magia doméstica”, vinculándola con una tradición de mujeres sabias, intermedias entre lo real y lo imaginario, que restablecen un orden íntimo a través de medios poco convencionales.

Una vez dignificado el tema —me sucedió que una vez, cenando con un colega, no pudo reprimir una risita estúpida ante mis curiosidades literarias—, una vez dignificado el tema, decía, vuelvo al personaje.

Tanto Mary Poppins como Nanny McPhee responden a este mismo arquetipo narrativo de la niñera mágica. La historia siempre comienza con una situación de desorden: una familia desbordada, vínculos rotos, niños y niñas que actúan como síntoma de un malestar colectivo. En ese contexto irrumpe una figura extraordinaria que no se presenta como una empleada, sino como una presencia transformadora. No negocia sus condiciones, impone un nuevo orden con naturalidad y comienza a operar de forma sistémica: no corrige conductas, sino que incide sobre el conjunto de relaciones. Lo hace con herramientas propias, insólitas, rápidas y eficaces. Conoce los atajos emocionales del grupo y los activa con precisión. Y cuando el cambio ya se ha producido, cuando el sistema ha encontrado su nuevo equilibrio, se retira. Como si nunca hubiera estado allí. El resultado permanece, pero su paso se borra. Esa es su función: ser el agente invisible de un cambio visible.

Esta secuencia narrativa es por la que establezco, desde hace años, medio en serio y medio en broma, un paralelismo entre Mary Poppins y la consultoría. No tanto por el paraguas o el bolso sin fondo —aunque a veces uno también lleva herramientas que parecen salir de la nada—, sino por el tipo de presencia que se encarna.

Como Mary Poppins, el consultor o la consultora no se incorpora al sistema; lo visita. No se adhiere ni se disuelve en la cultura de la organización, sino que mantiene la distancia suficiente desde la que pueda ver el conjunto. No viene a corregir a nadie, sino a activar mecanismos que ya estaban allí, pero que habían quedado bloqueados o desatendidos. Y lo hace, muchas veces, con herramientas propias, con métodos que no siempre se comprenden del todo, con formas que descolocan, pero que permiten a otros volver a pensar, volver a encontrarse, volver a moverse.

Y cuando lo esencial ha sucedido —cuando el grupo ha recuperado la capacidad de conversación, cuando las piezas vuelven a encajar, cuando alguien dice: “esto ya lo podemos hacer solos”—, el consultor o la consultora se retiran. Sin ocupar el centro y, al menos en mi caso, sin buscar protagonismo ni dejar rastro.

Hay momentos —muchos— en que ejercer la consultoría se parece a esta figura mítica. Como si el simple hecho de estar presentes en una organización activara, sin demasiado esfuerzo, procesos que se desbloquean, conversaciones que se abren, vínculos que se reparan. Como si bastara con llegar, observar con atención, y decir —con ese tono preciso, esa pregunta bien formulada— lo que nadie se había atrevido a decir. Como si siempre tuviéramos la palabra acertada, el método adecuado, la herramienta justa.

Desde fuera, puede parecer que vivimos en un estado de permanente realización personal. Que acompañar a otros en sus procesos de transformación forma parte de una vocación profunda que se alimenta sola. Que nos impulsa un sentido que lo justifica todo, que nunca dudamos, que no necesitamos nada más. Que siempre estamos disponibles, y que esa disponibilidad forma parte de nuestra esencia.

Pero, últimamente, me ha vuelto a la cabeza el personaje de Mary Poppins a propósito de un detalle importante que, hasta ahora, no he tenido en cuenta. Creo recordar que el personaje de Disney pone condiciones de trabajo, pero no habla de precio ni de plazos de cobro. Al final, desaparece discretamente, sobrevolando el parque donde se halla la familia [ya] feliz e indiferente a ella, para instalarse de nuevo en su nube. Y todos quedamos contentos. Como si la recompensa fuera suficiente con tener la satisfacción del trabajo bien hecho.

Pero, como autónomo veterano, cultivo con esmero, desde hace años, un vigoroso insomnio, alimentado por los tetris mentales a los que me llevan los frecuentes desequilibrios entre la facturación y el cobro de los proyectos. Como muchos de mis colegas, la mayoría de las veces, trabajo financiando por adelantado estos proyectos: los desplazamientos, los alojamientos, las dietas diversas y, por supuesto, las horas —los días enteros— de dedicación van siempre muy por delante de la facturación y ya no digamos de su cobro. Es un deporte de fondo que requiere disciplina, paciencia y una dosis constante de esperanza ingenua sostenida en el tiempo.

Por mucho que se insista en reducirla a una tarifa por horas, la consultoría no es un taxi. No empieza al subir ni termina al bajar. Acompañar implica una forma de presencia que va mucho más allá de la prestación de un servicio. Pero tampoco es magia. Detrás de cada intervención hay un trabajo invisible de lectura, de devaneo de sesos, de preparación, de escucha, de duda, de ajustes finos. Y aunque a veces uno se sienta tentado de desaparecer como Mary Poppins, volando discretamente hacia el siguiente proyecto, hay una diferencia fundamental: no somos personajes de ficción y necesitamos algo más que empolvarnos la nariz después de cada intervención.

Quizá por eso, pasados los años, me cuesta asumir que nos levantemos alegremente de nuestras butacas pensando que el fin del proyecto coincide con el fin de la película, y que sigan apareciendo los créditos sin que nadie se pregunte: ¿cuándo se le pagó a Mary Poppins?

Imagen de la portada del libro de María Tausiet Mary Poppins. Magia, leyenda y mito.

Manel Muntada Colell
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