Leído así, invita a decir ¿y quién no? Ya que el contacto con otras personas puede ser más o menos intenso en el día a día, pero no hay ocupación remunerada que no conlleve habérselas, tarde o temprano, con alguien, aunque sea para ultimar la transacción, sea esta del tipo que sea.
Pero esto que puede parecer, a todas luces, una obviedad, no lo es tanto ya que el hecho de estar inmerso o en contacto con algo o alguien no tiene porqué coincidir con la consciencia de este algo o de este alguien, es más, sabemos que la presencia constante de un objeto o de una persona en nuestro entorno contribuye, poderosamente, a su invisibilidad y que no solemos dar importancia a aquello que damos por supuesto o que consideramos básico y habitual.
A todo ello se suma la inevitable influencia de la cultura industrial que impregna nuestro sistema de valores y en el que los objetivos, los métodos, los procesos o la tecnología acaban siendo lo que al final importa, mientras que las personas sólo cuentan como sujetos del rol que ocupan en el conjunto, así hablamos de directivos, mandos, subalternos, técnicos, usuarios, clientes, proveedores o colaboradores; un universo simbólico que enmascara y acaba ocultando a las personas que se hallan detrás de él, diluyéndolas en otros conceptos más amplios como equipo, estructura, organizaciones o poblaciones.
Los efectos de esta subordinación de la persona a la linealidad de la mecánica industrial y su disolución en la concepción demográfica y estructural de las organizaciones han sido devastadores cuando se trata de comprender la dinámica de los sistemas sociales del mundo actual; también han sido determinantes en el paradigma de management dominante y el consecuente modelo de consultoría que suele apoyarlo, un paradigma y un modelo que ignora o infravalora la influencia de las diferentes dimensiones de la persona [física, intelectual, emocional y espiritual] en la construcción de la realidad que pretenden gestionar.
Para ilustrarlo se me ocurre un ejemplo que, aunque alejado del tema de este post, me va a servir como metáfora para fijar la imagen de lo que quiero decir.
Suelo valorar los servicios de restauración a partir de tres grandes variables:
- La cocina: Comprendiendo todo lo que depende de ella, es decir, desde la diversidad de la carta hasta la calidad del plato que me sirven: el sabor, su originalidad, la materia prima, la elaboración, la cantidad, etc.
- El servicio: La rapidez, profesionalidad y tipo de contacto que me dedican las personas que me atienden.
- El entorno: donde incluyo desde la sala hasta las mesas, la decoración, la luz, el material de que están hechos los manteles o las servilletas, la cristalería, la vajilla, la cubertería, etc.
Seguro que puede haber otros, pero a mí me sirven y suelo guiarme por estos tres grandes factores para valorar la relación entre la calidad de lo que se me ofrece y lo que pago por ello, no me sirve sólo con que la comida sea buena, a partir de un determinado precio, la influencia de los otros factores es clave para que la transacción me parezca justa o abusiva.
Cuando he pedido a alguien que ordene estos tres factores por orden de importancia, en las respuestas, suele ocupar el primer lugar la cocina y le siguen el servicio o el entorno, aunque este último suele influir de manera decisiva a la hora de considerar si un lugar merece considerarse más o menos costoso.
Pero, a poco que nos fijemos y aunque el pensamiento [supuestamente] racional nos sugiera que la calidad reside mayormente en lo que consumimos y en la comodidad o adecuación del entorno, la realidad nos dice que un buen servicio es el único factor capaz de interceder entre una cocina que se mantenga en los límites de la corrección o un entorno que no sea para echar cohetes, mientras que una cocina extraordinaria y un entorno exquisito no son suficientes para paliar los efectos que un mal servicio tiene sobre nuestra satisfacción.
Al final, el componente vinculado a las personas es decisivo en la percepción que tenemos de conjunto siendo, sin desmerecer la importancia del resto, el más importante, pero, a la hora de reconocerlo o considerarlo, pierde fuerza ante el valor que los criterios de valoración que hemos heredado les otorgan a los aspectos instrumentales, de procedimiento o a los resultados concretos.
Pues bien, cuando digo que trabajo con las personas me refiero a esto, a que el modelo de consultoría con el que me identifico y contribuyo a desarrollar, es sensible a esta realidad y la persona siempre está en el centro determinando:
- El compromiso que se adopta con la demanda: Desde el paradigma de una consultoría centrada en la persona, las estructuras administrativas se disuelven para mostrarnos a quienes las conforman y el término “organización” no se refiere tanto al sistema abstracto sobreentendió en una marca, como a las personas que la hacen posible mediante su trabajo. De ahí que uno de los criterios que influyen de manera decisiva en aceptar o no un proyecto, sea el valor que aporta a las personas implicadas en términos de desarrollo, crecimiento y bienestar.
- El diseño del proyecto: Trabajar con las personas significa considerarlas más allá del rol que desempeñan y tener en cuenta todas sus dimensiones, no tan sólo la física e intelectual, sino también la emocional, social y aquella que dota de sentido a su existencia y que, por ello denomino, sin ningún tipo de rubor: espiritual. Tenerlas en cuenta no significa necesariamente actuar sobre ellas, sino tan sólo esto, tenerlas presentes a la hora de formular los objetivos y conceptualizar el proyecto, de comunicar, del diseño metodológico o en la evaluación del proceso y los resultados del proyecto. Trabajar con las personas supone incorporar su conocimiento y aprovechar su talento implicándolas en el cambio organizativo y en todos y cada uno de aquellos aspectos que inciden directamente en el adecuado desarrollo de cada una de las dimensiones a las que me he referido antes.
- La relación con quien se colabora: La consultoría centrada en la persona se caracteriza por ser generativa, esto significa que se plantea la relación, no a partir de lo que puede extraer de ella, sino de lo que genera para ella y del valor que aporta, en todo momento, para fortalecerla. Desde este paradigma, habitualmente afirmamos que no colaboramos con corporaciones, sino que lo hacemos con las personas que las representan en el marco del proyecto al que contribuimos, con todo lo que esta afirmación implica de conversación, escucha, adaptación, apoyo y colaboración.
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La primera imagen corresponde a una pintura que lleva por título In the Outer Archipelago
(1898) y es del pintor finlandés, Albert Edelfet. La he traído aquí por el relieve de los rostros y la huella cognitiva que dejan cada uno, por separado, en el conjunto.
La segunda es una imagen de la famosa pintura de Edward Hopper: Nighthawks [1942], y me ha parecido adecuada para ilustrar la metáfora de la restauración.
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