A menudo, se intenta dotar a la consultoría de una objetividad científica que, al menos en mi experiencia, no se ajusta a la realidad de mi práctica.
Mi oficio, en realidad, no es una ciencia, ni yo soy un científico. Quizás intenté o quise serlo en los albores de mis inicios profesionales. De hecho, gran parte de mi formación, sobre todo la de base, sí que es científica. Sin embargo, dejé de seguir exclusivamente ese camino hace tiempo, cuando comprender lo que sucedía requería considerar variables subjetivas que no tenía la intención ni el tiempo de objetivar.
Mis mentores y, sobre todo, una gran mentora que orientó mis comienzos, me enseñaron que cualquier saber limita con lo que no se sabe, que la humildad y el reconocimiento de los propios límites son esenciales y que, por lo tanto, no se puede ignorar el papel de variables que todavía no han sido demostradas científicamente. Hay que explorar en la oscuridad, palpar contornos e intuir formas relacionadas con la causa del problema que se quiere resolver. También me enseñaron a no creer en nada, ni tan solo en mis propias convicciones, a no dejarme llevar por el sesgo de confirmación y a refrendar empíricamente cualquier hipótesis de trabajo.
En aquel momento me dedicaba a la exploración y diagnóstico neuropsicológico. Era finales de los 80 y, en España, apenas se hablaba de ello. Recuerdo algo que puede servir de ejemplo: después de escuchar a un veterano y eminente neurólogo hablar sobre cerebro, sueños y psicoanálisis, le manifesté mi enorme sorpresa por atreverse a exponer aquellas reflexiones en un entorno reticente a cualquier asunto considerado poco científico, a lo que él me respondió algo así: “Si usted intuyera que tocando la punta de la nariz a su paciente, este se recuperaría de su enfermedad, ¿dejaría de hacerlo porque no puede razonarlo?”
No, mi trabajo no es ciencia. No consiste en corroborar hipótesis y defenderlo ante una comunidad para contribuir a acumular conocimiento elaborado en base a unos criterios determinados. Consiste en proponer métodos o conducir situaciones complejas que generen unos resultados concretos en términos de cambio o transformación organizativa y en entornos muy específicos. Cada proyecto es único. Aunque sea muy parecido o tenga el mismo propósito que otro en el que haya intervenido anteriormente, es irrepetible. Las personas, la organización y las culturas cambian, y cualquier experiencia anterior solo sirve de orientación, pero nunca permite anticipar, objetivamente, unos resultados ni comprimir la organización, los colectivos o las personas a una ecuación.
En consultoría, la clave para enfocar la intervención reside en la capacidad de escuchar al cliente. No tan solo lo que nos está diciendo, sino también lo que nos está queriendo decir. No se trata de aplicar complejos diseños experimentales, transferir prácticas y aplicar técnicas o metodologías preestablecidas, sino de establecer conversaciones y diseñar posibles soluciones junto con las personas que han de aplicarlas.
Para poder hacerlo, es imprescindible comprender su punto de vista, entender sus miedos y empatizar con sus necesidades. Lejos de ser un enemigo, la subjetividad, en consultoría, es un aliado para la comprensión profunda de las dinámicas organizacionales. Las historias, las narrativas y las experiencias individuales aportan un valor incalculable para comprender la naturaleza de los problemas y poder determinar la viabilidad de las soluciones en el contexto de una cultura corporativa concreta.
Otro aspecto fundamental de este oficio es la interdisciplinariedad. Pero no entendida como un punto de convergencia de diferentes campos científicos. Es cierto que la integración de conocimientos de diferentes disciplinas, como la psicología, la antropología, la economía, la neurociencia o la filosofía, añaden perspectiva a la comprensión de la naturaleza de las organizaciones. Pero esta interdisciplinariedad a la que me refería no tan solo abarca conocimiento académico, sino que ha de abrirse a otros marcos menos ortodoxos, con otra lógica, que provienen de las artes, de la literatura o de la práctica profesional y del conocimiento experto de colegas. Estos enfoques alternativos son claves para muscular el pensamiento paralelo y la capacidad de empatizar con otras vivencias, aportando algo de luz a aquellos aspectos de las realidades organizacionales que son menos lineales y más caórdicos.
No, la consultoría no es una ciencia. La efectividad de nuestro trabajo no se mide por la precisión científica, sino por la capacidad de generar cambios significativos y sostenibles en aquellas organizaciones o equipos con los que colaboramos.
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Imagen creada a partir de obras de Peggychoucair y de Mark Mags, ambas en Pixabay
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Gracias Manel!! Habitar las fronteras es algo que, intuyo, se hace con más desparpajo con cierta edad 😀 Creo que a veces hemos confundido «pensamiento científico» con «rigor» y «evidencia». Y lo hacemos, a veces, con un pie en tierra y el otro suspendido. Más vulnerables por transitar por el cable suspendido entre dos torres de la «intersubjetividad». Hemos compartido muchas lecturas sobre los puentes y las fracturas entre mundos. Me has recordado, escribiendo sobre interdisciplinareidad al gran Wagensberg. Traigo aquí a una cita para recordar su aportación “La academia tiende a ocupar los difusos y resbaladizos territorios fronterizos con la invención de nuevas disciplinas (…) el vacío de la frontera tiende a rellenarse con nuevas especialidades que llegan con sus propios métodos, sus propios lenguajes y sus propias complejidades. Esta manera de tratar la interdisciplinareidad no hace que las fronteras existentes sean más permeables, sino que las multiplica a ritmo de plaga” Seguimos transitando las fronteras, con la lectura de tu aportación, yo hoy un poco más ligero.
Pues me ocurre lo mismo que a Asier, tus reflexiones me llevan a menudo al Jorge Wagensber.
En este caso, a El Pensador Intruso cuando define «la interdisciplinariedad como la máxima promiscuidad entre métodos, materiales e intuiciones. Y entonces, cuando se consigue, es cuando la doctrina regresa y el interés por lo ajeno progresa.
Grata reflexión, Manel.