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Si tuviera que escoger una palabra que definiera mi momento actual en la consultoría, esa palabra sería descreimiento.

No es una palabra cómoda. Ni luminosa. Ni comercial. Pero tampoco la veas como amarga. Más bien, se parece a ese momento en el que los ojos se acostumbran a una nueva luz y empiezan a distinguir contornos que antes estaban ocultos por un exceso de brillo. Es el resultado de un largo tránsito entre discursos bienintencionados y prácticas que, en su afán de ordenar el mundo organizativo, han terminado por trivializarlo, reduciéndolo a frases hechas, esquemas prefabricados y soluciones que apenas rozan la superficie de lo que ocurre.

Este descreimiento no nace de la desesperanza. Más bien lo contrario. Es una forma de esperanza que ha dejado de hacerse ilusiones. Una esperanza sobria, pero fértil, que parte del convencimiento de que no se trata de seguir insistiendo en el mismo enfoque, en los mismos modelos, en los mismos rituales. El camino ha de ser otro, seguramente más sencillo, más humano, menos grandilocuente. De tan obvio, invisible.

A lo largo del tiempo, lo que ha ido alimentando esta sensación no ha sido una única decepción ni un fracaso estrepitoso. Ha sido más bien un goteo persistente de señales que, juntas, dibujan un patrón. Todo empieza con la falta de impacto real que muchas acciones de consultoría tienen en la vida de las organizaciones. Más allá de la pirotecnia verbal, de los foros de autocomplacencia y de las publicaciones con frases huecas, el efecto tangible en el día a día de las personas es casi inexistente.

Uno podría pensar que esto se debe a la dificultad del reto, pero lo cierto es que, a menudo, el problema no está en la dificultad del cambio, sino en la fragilidad de la voluntad de cambiar por parte de quien lo pide. Se “quiere querer” cambiar, pero en realidad no se quiere. O se desea el cambio como quien desea que llueva, pero sin mojarse. Así, no se invierte tiempo, ni se crean condiciones, ni se asume que el cambio real implica incomodidad, renuncia y decisión. Las prisas y la tiranía de lo urgente acaban por desbaratar cualquier planteamiento que no se parezca lo suficiente a lo ya conocido. Lo novedoso se tolera solo si no desentona con lo de siempre, solo si encaja en el día a día habitual.

Y cuando, pese a todo, asoma la posibilidad de tocar lo profundo, emergen las resistencias más sólidas: la dificultad para cuestionar creencias, para revisar supuestos, para dejar de ocupar el centro, para soltar los símbolos de poder y hacerse a un lado. Porque cambiar no es solo revisar prácticas; es desaprender y, con ello, poner en entredicho identidades, certezas y zonas de confort. Cambiar exige, en última instancia, que alguien esté dispuesto a hacerse al lado, solo un poco, para que algo nuevo pueda crecer donde antes tenía los pies.

A esto se suma una cultura del individualismo funcional que ha calado hondo en nuestra sociedad y, por tanto, en las organizaciones. Cada cual va a lo suyo, y cualquier propuesta que implique construir algo común, algo compartido, se recibe con desconfianza. ¿Qué gano yo con esto? Esta es la pregunta muda que flota en el ambiente. Esta lógica fragmenta, ralentiza y se refugia en una supuesta imposibilidad organizativa, en una incapacidad de los de arriba o de los de abajo que, en realidad, no es más que una coartada bien envuelta.

Como consecuencia, los proyectos de cambio se abordan desde un enfoque apresurado y genérico, sin espacio para el matiz, sin atención a lo particular, sin detenerse en lo concreto, sin respeto por la persona. Se confía en que una visión general y algunos talleres basten para resolver complejidades que, en realidad, solo se desvelan en el detalle, en la singularidad, en lo cotidiano.

Mientras tanto, se sigue invocando a conceptos como “cultura organizativa” o “valores compartidos”, como si se tratara de entidades estables, definidas, gestionables. Pero lo que realmente determina el rumbo de muchas organizaciones es la manera de ser, de sentir y de actuar de quienes las lideran: sus miedos, sus sesgos, sus lealtades, sus intereses personales. Se habla del sistema como si existiera al margen de quienes lo componen, como si no fuera —al fin y al cabo— una extensión de sus subjetividades.

Y si todo esto fuera poco, el lenguaje en consultoría no para de reinventarse a sí mismo, a veces me parece que más por la necesidad de diferenciarse del consultor o consultora que por aportar valor a la realidad que se quiere transformar. Así, la profesión se va llenando de conceptos que nacen con vocación de estar de moda. Palabras que comprimen la complejidad entre las estrechas paredes de sus significados, pero que tienen escaso recorrido más allá de los seminarios, formaciones y textos que habitan.

En medio de este escenario, se olvida lo esencial: que nada cambia si no cambia la persona. Cambiar implica exponerse, confrontarse, renunciar, elegir otra manera de estar en el mundo. Y eso, que es tan simple, sigue siendo el núcleo ignorado de muchas intervenciones. Como decía, hace años, uno de los consultores más lúcidos que he conocido, Eugenio Moliní: “Se cambia si se quiere”. Y si no se quiere, no hay herramienta ni modelo, ni discurso pseudointelectual y sofisticado que valga.

Quizás sea todo esto lo que, tras más de treinta años, me ha llevado, en esta última fase de mi vida personal y profesional, a este descreimiento. Pero no como una decepción amarga que me empuje a recoger mis bártulos y a abandonar el viaje, no. No se trata de eso. No hay abandono en este descreer, sino revelación. La constatación de que El Dorado que creemos estar persiguiendo no era un lugar ni un método, ni siquiera un logro, sino una construcción mental alimentada por la promesa de sentido y la ilusión de mejorar y ser mejores.

Como tantas otras búsquedas —la Ítaca de Cavafis, el Grial que en realidad no está fuera, sino dentro, la piedra filosofal que convierte lo ordinario en esencial—, lo que parecía inalcanzable resulta ser algo sencillo, cercano, profundamente humano. Y ahí está la paradoja: lo que uno tanto anhelaba ya estaba en el camino mismo, en lo cotidiano, en los pequeños gestos, en las preguntas que no buscan respuesta rápida. La gran meta, al final, puede que sea la conciencia del trayecto.

Por eso ahora creo que no se trata de empujar más, de correr más rápido, de diseñar nuevas metodologías. Se trata de parar, de pausar y de emprender una dirección nueva, más orientada a la persona, más atenta a su interioridad y a la raíz real del cambio: la voluntad.

Tal vez esta sea hoy la frontera que realmente me importa explorar: como hacer consciente la diferencia entre lo que alguien quiere y lo que desea querer, pero en el fondo no quiere. Ese doble juego entre el discurso y la intención, entre lo que se expresa hacia fuera y lo que no se está dispuesto a mover por dentro.

Y entonces, la consultoría —al menos, la que me interesa seguir practicando— puede que se convierta en un ejercicio de acompañamiento honesto, más parecido a desanudar que a empujar. Un trabajo delicado que ayude a identificar los miedos, los apegos, las lealtades invisibles que nos atan, como estacas firmemente clavadas en tierra, al mismo lugar de siempre. Porque a menudo no es que no sepamos cómo cambiar, sino que no estamos dispuestos a perder lo que creemos ser si lo hacemos.

No he perdido la esperanza en el cambio. Pero ya no la deposito en las herramientas, ni en las modas, ni en los relatos compartidos para tranquilizarnos. La deposito en la capacidad de cada persona para enfrentarse a su propia transformación. Y eso, aunque parezca poco, lo cambia todo.

Manel Muntada Colell
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