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David CriadoDavid Criado

Soy facilitador y agente de cambio. Llevo más de 20 años tomando el pulso a las empresas. Cuento con 10.800 horas de formación ejecutiva superior y realicé más de 25.000 horas de consultoría para grandes y medianas cuentas en tres de las principales firmas en España. Hace 12 años, creé www.vorpalina.com donde acompaño el cambio significativo en personas y empresas. Hace cinco años puse en marcha la escuela de facilitación del cambio www.trainingdays.academy Doy guerra en escuelas de negocio. He escrito más de 600 artículos sobre el mundo empresarial. Ando ahora en un proyecto de investigación sobre el momento actual de la humanidad y el mundo empresarial que dará lugar a varios ensayos.

Tras 200 años de esfuerzos y conquistas sociales, a mediados de los 40 del pasado siglo, la empresa se había convertido en el mejor refugio para seres preocupados que necesitaban ocuparse. Así fue hasta que todo empezó a torcerse en los 80. Una serie de cambios estructurales en el sistema-mundo nos convenció de que el centro de la vida era la empresa. Y así, la vida comenzó a girar alrededor de la idea del eterno crecimiento. Nos aplicamos a ello con tanta energía y empeño que la capacidad de regulación social de las empresas creció hasta eclipsar el poder de influencia de culturas e instituciones nacionales menguantes. Y, sin embargo, ahora nos hallamos ante una paradoja.

Hace años que el universo empresarial se nos quedó pequeño. Los planes estratégicos a cinco años nos parecen, tras la pandemia, completamente cómicos. Las promesas del futuro del trabajo tienen la misma credibilidad que Nostradamus. Para desgracia de la clase ejecutiva y empresarial honesta —que resiste como un cactus en medio de un desierto ético— la práctica totalidad de las estrellas y astros fulgurantes del empresariado se nos presentan hoy absurdos y monótonos. Son bustos parlantes que hablan de liderazgo, responsabilidad social corporativa, inteligencia emocional, VUCA, sostenibilidad y qué sé yo qué otros lugares comunes más… y aunque todas las personas les escuchan para no perder sus empleos, nadie ya les cree. Damos por hecho que aquello es puro postureo ritual, sobre todo porque al mismo tiempo que dictan cátedra sobre liderazgo humanista, bajan los salarios de las nuevas generaciones, contaminan como posesos, escatiman recursos o tienen un sistema de incentivos que actúa con la violencia indirecta del yugo posmoderno.

Por descontado, los repetitivos mensajes aspiracionales de los libros y las conferencias ofenden. Dado que las empresas siguen aspirando a un eterno crecimiento y a menudo ya solo les queda crecer contra sí mismas (es decir, escatimando costes), hemos llegado a un punto en el que el nivel de canibalismo empresarial es tan obvio que un ingente aluvión de evidencias nos demuestra que las librerías de “pensamiento empresarial” eran almacenes de palabras huecas. Ya nadie puede ocultarlo. Hablo con muchos autores y autoras que bajan la mirada y lo reconocen. Muchas y muchos de ellos siguen reproduciendo la misma cantinela en cada conferencia.

Durante décadas, nos hemos alimentado diligentemente de palabras que parecían ideas, pero eran categorías huecas, tótems que ejercían de sonajeros. Al modo de un endeble castillo de naipes, toda la arquitectura del discurso empresarial poco a poco va exponiendo al desnudo sus vergüenzas. Colecciones enteras de conceptos pasajeros e inútiles, absolutamente instrumentalizados por hordas de impenitentes abusones de masas, han favorecido durante los últimos 30 años el desmontaje progresivo, minucioso y diligente de una sociedad del bienestar que resiste a duras penas. Mientras caminamos decididos hacia el abismo ambiental, el darwinismo social insolidario, la mayor polarización de riqueza económica de la historia y un evidente empeoramiento de la calidad de vida de la persona media, hay personas que todavía siguen impartiendo conferencias sobre golosinas empresariales que levanten el ánimo y endulcen. Lo que sea con tal de no cambiar el rumbo.

Quienes detentan la propiedad de empresas o los equipos directivos a cargo de miles de personas se enfrentan hoy a un dilema inédito. Si antes la jerarquía les otorgaba una autoridad consustancial al puesto, ¿cómo puede alguien ahora creerles cuando parece que todo a nuestro alrededor se deshace?, pero, sobre todo, ¿cómo puede alguien ahora creerles cuando la incoherencia resulta ya notoria y evidente?

De las sucesivas olas de atención empresarial, eternamente dispersas, nos han quedado heridas que apenas cicatrizan. Cada una de ellas se oculta mediante una apariencia de profesionalidad que nos ha ido aproximando con denuedo a la cornisa presente.

De la responsabilidad social corporativa que surgió en los años 50 y 60, nos ha quedado un sucedáneo de caridad empresarial que limpia, fija y da esplendor con rebaja de impuestos incluida, a la actividad diaria de la misma empresa que nos deshumaniza.

Del foco inicial en la satisfacción de las necesidades del cliente que protagonizó los años 60 y 70, nos hemos entregado a la creación enfermiza de más y más necesidades impuestas. Sobran los ejemplos.

De la pandemia del marketing y la irrupción de la tecnología informática en los 80 —y de sus sucesivas mutaciones maquiavélicas repletas de gurús que acaparan y se convierten en mesías— hemos heredado la descontrolada obsesión por colocar relatos y apariencias, y todo un catálogo de oportunidades continuas de autoexplotación voluntaria.

De la total entrega de las decisiones estratégicas de las empresas a inversores e inversoras, fuera de ellas y de la fiebre del emprendimiento de los años 80 —y de sus dopajes morales posteriores— nos ha quedado ese rebaño de seres inerciales, atomizados, disciplinados cumplidores del sistema y altamente pintorescos como el startupero en serie (todo por la pasta), el coach (de todo lo que se mueva), el knowmad (precarizado, pero no quieto), o el minimalista (el canal de Youtube Never too small convierte en algo fantástico vivir en un zulo).

De la fiebre de la innovación y la calidad en los 90, persiste el lenguaje impostado y las políticas empresariales para aparentar que se hace “algo diferente”, y el reduccionismo cateto de equiparar innovación a tecnología. La misma tecnolatría que nos invita a dejar de cuidar nuestras libertades y derechos reales para entregarnos sumisamente a los designios etéreos del metaverso.

De la epidemia móvil digital que vino en la pasada década de 2010 es ya flagrante el deterioro generalizado de la comunicación humana (cada vez más acelerada, inercial, manipulada e indiferente) y que ha logrado por primera vez en la Historia que civilización y progreso material sean dos ideas opuestas.

¿Qué hacer ante este panorama de heridas históricas que condicionan nuestro presente? Mi propuesta es rebelarse contra la inercia y el victimismo, hablar menos y hacer más, dejar de culpabilizar a las empresas y comprender que no existen, que son solo meros conjuntos de nosotras y nosotros, y que cada uno de esos conjuntos es el auténtico problema, pero también la verdadera solución. Lo tengo claro desde hace años. El enorme cambio de rumbo que necesitan nuestras sociedades no va a producirse por la suma de acciones individuales (que seguirán siendo necesarias). El gran giro solo será posible y podrá darse de manera efectiva desde el ámbito empresarial. Toda la familia de la consultoría artesana llevamos años en la trinchera. No nos mires, únete

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