La superficialidad ya no es un síntoma, sino un sistema. Y con ella, otras premisas igualmente peligrosas: la urgencia convertida en valor, el show como requisito, las lógicas simplistas como estrategia. Todo se reviste de innovación, pero apenas transforma de verdad: ni cala, ni cuestiona, ni perdura.
En paralelo, el arrastre provocado por una deriva política, social y cultural, impone una lógica peligrosa de hacer management donde cada vez se premia más:
- Lo simple. Porque pensar incómoda, y enfrentarse a la complejidad exige tiempo, energía y capacidad crítica, todas ellas en progresiva decadencia. En un mundo saturado de titulares y soluciones en cinco pasos, la complejidad molesta porque no encaja en una diapositiva. Aunque sea lo único verdaderamente real que nos rodea, es más fácil ignorarla que asumir sus matices incómodos.
- Lo inmediato. Porque hemos confundido eficiencia con prisa, y cualquier cosa que no prometa resultados “para ayer” es descartada como irrelevante. Curiosamente, quienes se quejan de que ya no se hacen guisos como los de antes, son quienes, en el ámbito profesional, desprecian todo lo que requiere cocción lenta, reposo y maduración. Son quienes exigen creatividad bajo presión, impacto inmediato y resultados sin margen de duda, contribuyendo así a erosionar el valor de los procesos verdaderamente transformadores.
- Lo espectacular. Porque transformar ya no basta; ahora también hay que hacerlo con fuegos artificiales, selfis, música épica y storytelling de consumo rápido. La exigencia ya no es solo que algo cambie, sino que lo haga en cámara lenta, con un hashtag pegajoso y preferiblemente con merchandising.
- Lo cosmético, porque el cambio ya no se mide por su impacto, sino por su estética y fotogenia… porque hemos sustituido el hacer por el parecer. Ya no importa tanto transformar realidades como parecer que se está transformando algo. El compromiso se mide en campañas, en notas de prensa y en hashtags, no en resultados ni en coherencia. Se premia a quien mejor escenifica, no a quien con más constancia transforma.
- Lo automático. Porque en la fascinación por delegarlo todo a la inteligencia artificial, corremos el riesgo de silenciar lo singular, lo artesanal, lo situado. No se trata de negar sus posibilidades, sino de recordar que no todo lo valioso es automatizable. Las decisiones complejas, las conversaciones incómodas y la construcción de sentido colectivo siguen necesitando presencia humana, escucha atenta y sensibilidad contextual. Lo contrario es convertir la inteligencia artificial en ignorancia institucionalizada.
La imposición de estas nuevas premisas —lo simple, lo inmediato, lo espectacular, lo cosmético, lo automático— se infiltra en decisiones aparentemente neutras: qué se comunica, qué se financia, a qué se le da visibilidad, cómo se toman las decisiones o qué formas de gestión de personas se introducen o se excluyen.
Las organizaciones que siguen esta deriva corren el riesgo de perder su identidad sin apenas darse cuenta. Lo que empieza como una adaptación a las tendencias del momento puede acabar desdibujando su cultura, sus prioridades y su capacidad crítica. Se normaliza el cortoplacismo, se institucionaliza la apariencia, y se sofoca cualquier impulso transformador que no encaje en el molde. Esto alimenta la adhesión superficial a lo que se percibe como correcto. Así florece una cultura conservadora y de complacencia, donde se prefiere agradar antes que avanzar o innovar con propósito.
La impostura de la neutralidad
Hablemos claro: toda consultoría es política. Decidir a qué prestar atención, qué dinámicas reforzar, qué voces amplificar, no es una elección técnica. Es una decisión ideológica. Como bien recuerda Manel Muntada, “cuando ejercemos de consultores lo hacemos desde una concepción del poder, de la autoridad, del conocimiento, de la participación y de la ética”. Fingir neutralidad es una forma de cobardía. O de complicidad.
Cuando las empresas se entregan a modas disfrazadas de causas, cuando confunden RSC con marketing, diversidad con cuota simbólica o innovación colaborativa con programas de intraemprendimiento diseñados como concursos de televisión, los proyectos con verdadero propósito se ven arrinconados por una coreografía vacía.
Cuando las administraciones públicas piensan más en la rueda de prensa que en el valor entregado a la ciudadanía, cuando es más importante la justificación del fondo europeo de turno que el verdadero impacto de los proyectos en la vida cotidiana de las personas, lo que obtenemos no es innovación, sino propaganda con barniz digital.
¿Queremos transformar o queremos agradar?
La colaboración genuina como acto de resistencia
Frente a este panorama, la consultoría con propósito no es solo una opción: es una necesidad. Porque en medio del ruido, alguien tiene que recordar que colaborar no es juntar sillas en una sala y colgar pósits en la pared. Es arriesgarse a pensar juntas y juntos. Es tener conversaciones incómodas. Es tomar decisiones que no siempre serán populares, pero que sí serán coherentes.
Los espacios de colaboración bien diseñados no son neutros, son espacios de potencia. Sitios donde lo complejo no se simplifica a golpe de “slide bonito”, sino que se trabaja con honestidad, desde la horizontalidad y el cuidado. Esta consultoría no viene a poner paños calientes ni a imponer soluciones estándar. Viene a facilitar, a sostener, a provocar.
No se trata, por tanto, de generar más conflicto ni de añadir capas innecesarias de complejidad. Se trata, precisamente, de no rehuir el riesgo de aquello que podría parecer conflictivo, porque sabemos que existen herramientas participativas y colaborativas que permiten gestionar esos riesgos y salir reforzados del proceso. No buscamos complejizar lo ya complejo, sino desanudarlo. Crear el contexto para comprender mejor, entre todos, aquello que nos afecta y nos interpela.
¿Qué proyectos no están en riesgo?
Sin embargo, hay proyectos que no tiemblan aunque cambie el viento. ¿Por qué? Porque están construidos desde la autenticidad y el compromiso. Porque no dependen de modas, sino de principios. Porque no necesitan escenografía para tener impacto, ni aplausos para seguir en pie.
Dentro de las organizaciones:
Proyectos que se atreven a mirar sus propios desafíos con procesos participativos donde las ideas no se jerarquizan según el cargo, sino según el valor que aportan, la solidez de su argumentación y la capacidad transformadora que contienen. Son dinámicas que promueven el pensamiento colectivo como un ejercicio de inteligencia distribuida, en el que lo importante no es quién habla primero, sino qué sentido tiene lo que se dice y cómo contribuye al propósito común. Aquí, los egos se desinflan y las etiquetas pierden peso frente a la potencia de una idea bien colocada en el momento justo.
Espacios donde se trabaja no solo con conocimiento técnico, sino con lo intangible: la cultura, las emociones, los vínculos, el relato compartido. Lugares donde se entiende que lo verdaderamente estratégico rara vez se expresa en datos duros o indicadores, sino en los matices sutiles de una conversación, en el tono de una decisión, en la calidad de los vínculos que sostienen a una organización. Aquí se cultiva lo invisible, aquello que no entra en un Excel, pero sin lo cual nada que entra en él tendría sentido. Porque solo desde esa alquimia entre lo emocional y lo operativo puede emerger una transformación auténtica y perdurable.
Y aquí, la mirada externa, la de una consultoría que no compra discursos prefabricados, es clave. No para dar respuestas, sino para hacer las preguntas que nadie se atreve a formular.
Entre organizaciones:
Ecosistemas sectoriales o territoriales que entienden que colaborar no es repartir la tarta, sino inventar una nueva receta: una que no se cocina con prisas ni a base de ingredientes precocinados. Son entornos donde la lógica de la competencia da paso al código compartido, donde las organizaciones se sientan a la mesa no para defender su trozo, sino para crear algo que no podrían generar por separado. Espacios donde se experimenta con nuevas fórmulas de cooperación, de innovación abierta, de reciprocidad estratégica, que trascienden el intercambio puntual para construir tejido económico y social con visión de futuro.
Proyectos que generan oportunidades compartidas, que escapan del cortoplacismo y entienden el valor de la confianza y la continuidad. Iniciativas que no buscan beneficios inmediatos ni alianzas decorativas, sino relaciones consistentes donde la corresponsabilidad es real. Se trata de procesos que apuestan por una mirada de largo plazo, que priorizan la construcción de vínculos sólidos frente al rédito inmediato, y que entienden que colaborar de verdad es compartir riesgo, aprendizaje y propósito.
Consultoría como brújula ética
En resumen: lo que está en riesgo no son los proyectos. Lo que está en riesgo es la autenticidad. Y ahí es donde la consultoría con propósito se vuelve fundamental. Porque no basta con tener buenas intenciones. Hay que tener método, criterio, valentía… y sentido del humor, para soportar la impostura sin perder el alma. Hay que buscar la coherencia, asumiendo que quizá debamos cargarnos de ciertas contradicciones.
Los proyectos con propósito de verdad van a prevalecer. No porque griten más fuerte, sino porque resisten con más coherencia. Porque, cuando todo se vuelve confuso, no necesitan reinventarse para cada moda, sino que se reafirman en su esencia. Y es ahí donde reside su poder: en recordar que, a pesar del ruido, lo que nos guía sigue siendo una pregunta sencilla y radical: ¿para qué hacemos lo que hacemos?
Crear contextos, esto me ha gustado especialmente, y mantenerlos en la coherencia. Bravo Nacho.