Maite Darceles Tife
De formación soy licenciada en Ciencias Económicas y Empresariales, hoy lo denominamos ADE. Desde hace más de 12 años trabajo como consultora en Hobest en algo que me resulta apasionante: ayudar a las organizaciones en su desarrollo y transformación. Lo que sé de ello lo he aprendido gracias al ingente trabajo práctico y teórico de Alfonso Vázquez, a lo que voy agregando desde mi propia experiencia con las organizaciones. Hace mucho tiempo inicié un blog (a punto de inaugurar una nueva versión). Es una señal de mi orientación a la escritura. Otra señal es la publicación de una novela en 2018. Intento contribuir a la transformación organizacional y a la transformación social, tanto a través de la práctica directa como a través de la escritura.
Recientemente he leído Escuela de aprendices de Marina Garcés y he disfrutado mucho de esta lectura. Aborda, desde la raíz, la cuestión de la educación.
“…toda pedagogía no es solo una receta metodológica, sino una visión del mundo”.
Gira su reflexión en torno a la pregunta de cómo queremos ser educados. Encuentro muchas analogías, cruces y territorios comunes entre las reflexiones de Garcés y nuestro día a día acompañando en el desarrollo y transformación de las organizaciones.
«Preguntar «cómo educar» es preguntarnos cómo queremos vivir».
Parafraseando: preguntar cómo son nuestras organizaciones es también preguntarnos cómo vivimos. Pero, como a Garcés, me interesa más que nos interroguemos sobre cómo queremos vivir, y de ahí, indaguemos sobre qué organizaciones queremos. En ese deseo de transitar desde lo que somos hacia lo que queremos ser, comienza la transformación.
Fascinada por un área de estudio que se hacía este tipo de preguntas, me pregunté dónde se enmarcaría el trabajo de Garcés. Y fue fácil encontrar la respuesta: la filosofía de la educación, rama de la filosofía que estudia la naturaleza del ser humano como sujeto de educación, así como las finalidades y objetivos que orientan el proceso educativo. Una más dentro de la constelación de áreas de conocimiento que abordan la educación desde distintas miradas, con objetos de estudio bien diferenciados (la pedagogía, la didáctica, la historia de la educación, etc.).
Sin embargo, en mi propio terreno, las organizaciones, me cuesta encontrar un área de conocimiento cuyo objeto de estudio me haga sentir cómoda y me resulte estimulante. Creo que, hoy por hoy, se situaría fundamentalmente entre la sociología y las miradas críticas al management.
Cómo se conciben las organizaciones, qué tipos de relaciones y dinámicas generan, cómo se diseñan, cómo se desarrollan, a qué lógicas responden, qué objetivos persiguen, cómo se dirigen… Todo esto condiciona nuestro día a día, nuestra vida. Lo hace, por supuesto, si nos referimos a algo tan central como la organización en la que trabajamos, o aquella en la que estudiamos, o aquella que cuida de nuestra salud en momentos críticos. Pero también condicionan nuestra vida cada una de las decenas… cientos de organizaciones con las que interactuamos a diario: nuestro establecimiento habitual de productos alimentarios, el último medio de transporte público que hemos utilizado, la empresa que nos provee de conexión a Internet, la radio que escuchamos, la mensajería que nos ha traído el cable que hemos comprado, el servicio municipal de recogida de residuos, etc.
Acompañar a las organizaciones en su transformación tiene que ver con transitar hacia una mayor apropiación por parte de las personas que las integran. Y esto tiene múltiples implicaciones. A nivel individual, existe un gran potencial de autorrealización y de reducir el malestar asociado al trabajo. A nivel organizacional, mejora la eficiencia colectiva, la productividad, los resultados y la orientación al cliente o a la persona usuaria. A nivel social, implica una mayor corresponsabilización y la adopción de vías y soluciones más éticas, humanas, justas, solidarias, sostenibles.
No se trata de implementar una técnica o una metodología. No se trata de impartir formaciones en determinadas habilidades o competencias. Se trata de excavar en el sentido de las cosas, en por qué hacemos lo que hacemos, para qué lo hacemos, y qué queremos hacer. Poner mayor consciencia en todo ello, y dejar de intentar adaptarnos a lo que supuestamente necesita de las personas un ente indefinido (que llamamos “empresa” u “organización”).
Se trata de avanzar en la construcción colectiva. Trabajar en la suma e intersección de los quereres. Trazar caminos entre los quereres individuales hacia los colectivos.
Para ello quien ha de querer dar el paso es quien tiene el poder para hacerlo. Una pregunta que muchas veces se nos hace es qué pasa si “la gente” no quiere. Nuestra respuesta suele ser que, si abrimos un proceso de transformación “de verdad”, la gente siempre quiere. Aunque también observamos que la servidumbre está tan extensamente interiorizada que a algunas personas les resulta desconcertante y les cuesta asimilarlo cuando abrimos espacios de libertad. Esto guarda relación con una anécdota que relata Garcés. Un alumno acude a su despacho para comentar el tema del trabajo final, y la conversación que mantienen hace pensar a la filósofa:
“Sus palabras me perturban (…) mi invitación a pensar de manera personal un problema filosófico se convierte en una consigna que obedecer (…) La autonomía se convierte en una forma de subordinación. ¿Cómo puede ser que aprender la libertad sea una forma de obediencia?”
Pensar que sale solo, que sabemos hacerlo sin ponerle intención ni esfuerzo ni conocimiento es un grave error que se suele cometer. Pensar que no hace falta hacer nada especial, más que dejar que la gente se exprese y se autoorganice, sin más. Es verdad que las organizaciones con mayor apropiación de las personas se caracterizan por ser fluidas, dinámicas, espontáneas… Pero tan cierto como esto es que nos faltan referencias, experiencias de este estilo. Con lo cual las inercias hacia otros modelos suelen prevalecer y, muy a menudo, vencer.
Por ello, no solo se trata de abrir procesos de amplia participación, sino lograr una buena dinámica de gestión que convierta la participación de calidad en uno de sus ejes principales.
Así, el papel de la persona consultora combina una mirada cercana a la gestión mientras facilita el proceso participativo:
- Genera un espacio en el que se debata intensamente para llegar a una comprensión más profunda de la organización (actividad, dinámicas, lógicas…).
- Genera un espacio de construcción colectiva real, y vivido de esa manera.
- Y, a partir de ahí, ayuda a elaborar amplios consensos que recojan lo más esencial.
Para ello, además de tener conocimientos y experiencia en procesos de transformación, ha de tener:
- Un conocimiento generalista lo más amplio posible. Todo nos puede servir en un momento dado para interpretar mejor los argumentos; o la falta de ellos.
- Experiencia con personas, cuanto más diversas mejor, y en contextos emocionalmente exigentes. Hay que saber ir más allá de las interpretaciones literales.
En todo ello las habilidades comunicativas son esenciales. Me refiero a la escucha activa, empatía, asertividad, capacidad de elaborar y expresar las propias ideas. Solemos dar mucha importancia al carisma, a “quedarte” con el público, a transmitir seguridad. Pero para este tipo de procesos es esencial una persona consultora reflexiva, que trate de fundirse con el resto para sacar lo mejor del grupo. La capacidad de elaboración y expresión escrita también son fundamentales.
En la medida que la organización va generando nuevas formas y espacios de comunicación y de gestión, las personas al frente de las mismas han de adaptar su actuación. Y pensando en estas personas, y también en las consultoras que las acompañan, evoco aquellas palabras de Lao Tse escritas hace aproximadamente 2.500 años:
“Cuando se haya completado el trabajo de los mejores líderes, la gente dirá: lo hemos hecho nosotros” (Lao-Tse en Tao Te King)
Y es que la mejor organización es aquella en que las personas somos y nos sentimos parte, y así actuamos. Y la mejor manera de liderar es hacer que eso suceda.
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Hola Maite,
gracias por tu reflexión, hacía tiempo que no me sentía tan identificada con ninguna como con la tuya.
Desde mi trabajo en el terreno con organizaciones, suscribo cada una de tus palabras. Haces bien en recordar el miedo a la libertad que resulta de la cultura subsidiaria en que muchas personas, demasiadas, han sido y son educadas. Y también que eso se puede cambiar, con atención, intención y esfuerzo. Me gusta mucho tu expresión «la suma de quereres», no se puede explicar mejor. Enhorabuena.
Muchas gracias, Paca. Me alegro que te sientas identificada. El pasado día de Sant Jordi oía a Irene Vallejo en un acto organizado por el Ajuntament de Barcelona que de pequeña, gran lectora que era, pensaba que los libros que leía estaban escritos para ella. Es una bonita metáfora del sentido que tiene escribir. Las mismas palabras conectan con experiencias genuinas de distintas personas. Gracias de nuevo.
En mi caso, Maite, tu texto me conduce a la reflexión sobre las «artes» que desplegamos cuando estamos trabajando en consultoría. Creo que cuanto más amplio sea el abanico, mejor, porque la complejidad que abordamos es importante y no se sabe bien qué será aquello que nos sea útil. Estoy contigo en que nos requiere mirada amplia y habilidades de relación interpersonal. En el fondo, no hay que olvidarlo, esto va de personas.
Gracias por el texto 🙂
Muy buen texto, Maite. Sintonizo con todo lo que dices, desde mi perspectiva de la inteligencia colectiva. He visto reflejado en tu post un montón de ideas que llevo tiempo rumiando e intentando documentar. Lo haces de un modo cristalino.
La paradoja que significa «obligar» a que la gente ejerza su libertad si, en principio, «no quiere», es un temazo. También lo que dices de que es un error «pensar que no hace falta hacer nada especial, más que dejar que la gente se exprese y se autoorganice, sin más». Es un mito bastante extendido, sobre todo en el mundillo de la facilitación, de gente como nosotros mismos. Encontrar el punto óptimo entre intervenir y dejar hacer es una habilidad crítica. Cuesta muchísimo explorar y descubrir eso. Cada organización o proyecto tiene un punto distinto. La experiencia, desde luego, ayuda…
¡¡buen post!!
Interesantísimo Maite, felicidades por el post.
Me quedo con muchas cosas pero hay una de ellas que me ha revuelto: el qué pasa cuando se dice que «la gente no quiere» y la respuesta contundente de «si es realmente una transformación, sí que quiere». Y es que a veces no nos damos cuenta de que las grandes decisiones y las grandes evoluciones de las organizaciones van casi siempre de la mano de las transformaciones. Es cierto que hay «pequeñas» cosas que son grandes cambios, pero está claro que esta visión transformadora es siempre común en todos los estamentos de las empresas e instituciones. (otra cosa es que convenga o no en realidad querer transformar, pero ese es otro debate)
Muchas gracias, Juanjo. Claro, la gente suele estar quemada y harta de hacer cosas que supuestamente van a suponer un cambio, una mejora, y ven frustradas sus expectativas, hasta que dejan de tenerlas.
Marina Garcés habla en el libro que cito sobre una idea que me resulta ilustrativa, dice que la servidumbre se asienta sobre un olvido: olvidar la posibilidad de igualdad. Ese «no querer» suele tener su origen (1) en no creernos que va en serio (no ser capaces de reconocernos en igualdad, seguir anclados en esa relación de servidumbre o de falta de poder) o (2) en no creer en la capacidad colectiva de hacerlo: de avanzar hacia algo mejor. Aquí el papel de la persona consultora es fundamental, tanto para garantizar que el proceso va en serio como para orientarlo adecuadamente y ayudar al colectivo a construir algo mejor que lo que tienen.
Y así iremos «desolvidando» 😉