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Los procesos participativos pueden ser transformadores, incluso si se impulsan desde la administración pública. Dan voz a la ciudadanía y permiten la colaboración en la toma de decisiones comunitarias. Todo es poesía si comenzamos a hablar de las bondades de estos proyectos, pero este no es un post para descubrirlas. Aquí vamos a señalar algunos hilos que conviene tejer adecuadamente en el diseño y ejecución de los procesos participativos para hacer un traje acorde con las expectativas. De no ser así, las consecuencias son potencialmente graves: minan la confianza en las instituciones y refuerzan la percepción de que la participación es solo imagen, acentuando aún más la lejanía de la ciudadanía respecto a las decisiones públicas.

Como en la historia del traje nuevo del emperador, estos procesos solo hacen que todo el mundo finja que algo está bien, aunque al mismo tiempo sepan que no es así. La historia del rey desnudo cuenta cómo dos estafadores convencen al rey de que pueden tejer un traje invisible que solo los inteligentes pueden ver, y el rey, temeroso de parecer incompetente, acepta la propuesta. Los ministros también fingen admirar el traje para no parecer necios. Finalmente, el rey termina desfilando completamente desnudo, creyendo que lleva un magnífico atuendo, mientras toda la gente, por miedo o por conveniencia, finge admirar la ropa inexistente, a sabiendas que no llevaba nada puesto. Solo un niño, con su sinceridad e inocencia, se atreve a señalar lo obvio: el rey está desnudo.

Aquí exploramos algunas de las telas invisibles que a veces se manejan para crear trajes invisibles de participación ciudadana… y sus consecuencias.

1. Mala comunicación, baja participación

Sin una buena estrategia de comunicación, la convocatoria no llega a todas las personas. Un proceso de participación y colaboración ciudadana es, también, un proceso de innovación comunicativa. La Administración no solo debe informar (como es habitual), sino que pretende involucrar. Esto implica cambiar los criterios habituales de comunicación, haciéndola menos institucional y más cercana. ¿Conclusión?  Sin un presupuesto suficiente para una convocatoria eficaz y sin utilizar mecanismos de innovación, que incluyan narrativas más frescas, los procesos participativos terminarán pareciendo «más de lo mismo» y alejando aún más a la ciudadanía. Y sin participantes, no hay proceso que valga.

2. Gran experiencia, cero impacto

La participación, cuando se logra, suele ser gratificante. Las personas participantes sienten que «así debería ser siempre». Pero si la Administración no se compromete a implementar nada de lo que se propone, la frustración es inevitable. Sin compromiso, todo queda en maquillaje. ¿Qué mejor manera de decepcionar a la ciudadanía que hacerle creer que tiene voz, cuando en realidad todo es puro teatro?

3. Falta de transparencia: el clásico «gracias por participar»

Cuando el proceso participativo termina, la gente quiere saber qué pasó con sus aportaciones. Pero si la Administración decide no informar, se genera desconexión y falta de respeto. La transparencia es esencial: sin ella, el proceso parece opaco y vacío, y la gente se cansa de hablarle a una pared. Sin comunicación clara, la participación futura se desvanece.

4. Participación exprés: el mito del par de horas suficientes

A veces se cree que con un rato de participación ciudadana ya se pueden obtener resultados valiosos. Nada más lejos de la realidad. Un proceso participativo requiere tiempo y espacio suficientes para que las ideas maduren, se debatan y se construyan de forma colaborativa. Sin estos elementos, el proceso se convierte en una caricatura de la participación real. La prisa y la falta de dedicación solo generan propuestas superficiales y decisiones mal fundamentadas. Para lograr resultados, se necesita algo más que cumplir con el trámite: se necesita compromiso y tiempo.

5. Participación como fachada: la receta para el desencanto

Si la participación se usa solo para legitimar decisiones ya tomadas o para mejorar la imagen de la Administración, la ciudadanía lo nota. Esta instrumentalización destruye la confianza y desanima a las personas a involucrarse en futuros procesos. Además, la gente puede ofrecer ideas, soluciones o propuestas que están en contra de lo que cree que debe hacerse desde la Administración. He oído criticar abiertamente la decisión madurada y tomada por un laboratorio ciudadano solo porque se advertían realidades que la jefatura de servicio de turno no quería aceptar. La desconfianza generada puede tardar años en revertirse. La mala gestión lleva a la frustración colectiva: la gente se cansa de participar para nada. Al final, perdemos el potencial ciudadano y la oportunidad de innovación social.

Los procesos participativos tienen un gran potencial para mejorar las políticas públicas y fortalecer la relación entre ciudadanía e instituciones. Pero para lograrlo, deben contemplar todas las contingencias posibles y, además, contar con recursos suficientes. De lo contrario, las consecuencias son claras: desconfianza, frustración, falta de representatividad y pérdida del potencial ciudadano. Sin presupuesto suficiente para una convocatoria eficaz, sin utilizar mecanismos de innovación que incluyan narrativas frescas y sin compromisos claros por llegar hasta el final con lo generado a través de la colaboración ciudadana, los procesos participativos no serán más que una repetición vacía de intentos anteriores. Solo cuando la participación se contempla de un modo integral, aceptando los riesgos por innovar, el concepto de «gobierno abierto» adquiere verdadero significado.

De la misma forma que en la historia del traje nuevo del emperador, los procesos participativos mal gestionados dejan en evidencia la falta de voluntad real. Sin un compromiso auténtico, todo se reduce a pretender que hay algo que, en realidad, no existe: un verdadero diálogo entre instituciones y ciudadanía.

Imagen de Monika en Pixabay.

Nacho Muñoz

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